Título: EL COLESTEROL DEL REY
Categoría: Abierta / Cuento
Pseudónimo: H.D.L.
Nunca había añorado ser Reina pero -siendo él príncipe, y ella princesa- era natural que el día llegó en el que se convirtieron en monarcas. Lo que si no había imaginado es que le emocionarían ciertas cosas como tener una corona de oro o sentarse en el trono real, junto al de su marido, el Rey. Estas fueron alegrías que ayudaron a disminuir la ansiedad que le causaban las otras características del puesto, como el que su marido tendría que regir todo un reino y ella, a su lado, dirigir el palacio.
Pasaron los años y el Rey, en efecto rigió, y ella dirigió, pero para su sorpresa, el trono real y la corona de oro resultaron ser los coautores de su infelicidad. Entre las horas sentado y el peso de la gema preciada sobre la cabeza, el colesterol del Rey estaba por los cielos, su condición física era nula y su masa muscular estaba para llorar.
A través de los años, la Reina había ido notando que abandonar el trono le era imposible al hombre. Incluso para comer no se levantaba; el placer que obtenía desde temprano, cuando se sentaba en él, comenzaba por los delites que el chef le traía hasta ahí, para que no tuviese que caminar hasta el comedor. No quería perder valioso tiempo en ir y venir a la mesa real, tiempo que podía en vez ser aprovechado para recibir a más visitantes de tierras lejanas, dar audiencia a la nobleza y, finalmente, sentado ahí mismo, ser entretenido por la compañía de danza y de bufones de palacio.
Antes había sido un príncipe normal, activo y deportista, que montaba a caballo, tiraba al arco y flecha, hacía esgrima y navegaba la flotilla real; su presencia era la de un joven bronceado, ágil y saludable. Ahora, no había manera de sacarlo de la vida sedentaria que además él creía propia de un rey; lo único que quería era trabajar y disfrutar la vida, pero todo desde su preciado trono y luciendo su brillante corona.
No quería hacer ningún deporte de los de antes, así que un día la Reina conspiró con el primer ministro y sus consejeros, para que lo llevaran a jugar con ella el nuevo deporte del Reino. Nunca había cedido, pero esta vez entre todos lograron convencerlo, tras prometerle que esto sería divertido e indoloro, pues sólo había que pegarle a una pelota con una raqueta y pasarla del otro lado librando la red del medio, sin sacarla de ciertos límites marcados con líneas blancas.
Su habilidad natural para el deporte salió a relucir y devolvió la pelota de inmediato; lo difícil fue el cansancio que sintió con el primer punto. La Reina contestaba también con habilidad. Habían llevado al médico de la realeza, quien declaró que aunque el Rey sudaba en exceso y tenía poco aire tras cada punto, podía seguir adelante. Después de algunos tiros entre los dos, el Rey dejó la raqueta y declaró que había sido suficiente diversión lejos de su querido trono.
El siguiente día la Reina logró que volvieran al juego de pelota. El Rey le gritaba, de un lado al otro del campo, si ella necesitaba más pelotas, para así pasárselas. Esto no era muy digno de sus posiciones reales, además de que era confuso, porque no se escuchaba ni entendía si él le ofrecía pelotas o se las pedía. Se pusieron entonces de acuerdo para que el juego fuese más fluido; ahora, el que necesitase más pelotas, debía pedirlas. Esto era semejante a su matrimonio, en el que habían aprendido que el que necesitase algo del otro, debía aprender a hablar claro y pedirlo, y no esperar, en vez, a que el otro adivinase de alguna forma qué le hacía falta al primero, sea querer ser más escuchado, más entendido o tal vez recibir un beso de amor desde un trono hasta el otro.
Otra cosa que desesperaba a la Reina era que el Rey no levantaba las pelotas que quedaban regadas en el suelo de su cancha, y jugaba el punto con el riesgo de tropezarse con alguna y lastimarse. También aquí tuvo que aplicar lo aprendido en su matrimonio; desde que se casaron le costaba mucho trabajo dejar al Rey cometer errores. Ella le advertía tener siempre cuidado y trataba incluso de ir reparando errores que le fuesen a causear consecuencias negativas. Si él dejaba su capa real tirada en el suelo antes de dormir, ella se preocupaba, le sermoneaba y al final la recogía por él, hasta que aprendió que, finalmente, el que se vería desaliñado al día siguiente sería él y no ella. Y a él realmente no lo importaba verse de ropa arrugada mientras portara su corona y posara feliz en su asiento real. Ahora lo mismo logró en la cancha; yo no le discutía que dejara la cancha libre de pelotas en el camino y, aunque se preocupaba por él, trataba de recordar que cada quien es: ¡cada quien!
Igualmente, no hubo más que respetar que él prefería perder puntos a que correr y cansarse de más. Cada 3 puntos descansaban y se sentaban a ser abanicados y abastecidos de agua por los lacayos de cancha, quienes los llevaban al final, de regreso al palacio, en sus carruajes reales a sentarse a sus tronos nuevamente a descansar.
En fin, este deporte los unió, les enseñó mucho de sí mismos, alegró su matrimonio, los levantó a ratos de sus tronos y se hidrataron mucho más que antes. ¡Lo único malo es que el colesterol del Rey nunca bajó! La Reina tuvo que aprender a dejar ir y aferrarse a la esperanza de que la falta de salud de su amado no se lo arrebatara de la vida antes de que ella partiera.
Y así fue. Vivieron juntos para casi siempre, hasta que un día a ella le dio un infarto fulminante y el Rey la extrañó el resto de los días de su muy larga, y sedentaria, vida.
EL FIN