Categoría: secundaria
Seudónimo: Messi
Manuel se levantó aquella mañana con la sensación de estar en el lugar equivocado, como si la vida se hubiera encaprichado en llevarlo siempre hacia caminos inciertos. Había salido temprano de casa, con la intención de llegar a un pequeño pueblo a unos kilómetros de distancia, un lugar donde esperaba encontrar, quizá, algo de calma, o tal vez sólo el consuelo de estar en un sitio donde nadie le conociera. Había conducido bajo una llovizna insistente, de esas que parecen nunca acabar, con las manos tensas en el volante, hasta que el coche decidió detenerse en medio del camino, como si también él estuviera cansado de avanzar sin rumbo claro.
No le quedó más remedio que caminar bajo la lluvia hasta el primer lugar que encontró: un pequeño café de carretera, con un letrero de neón parpadeante que apenas se mantenía encendido. Entró empapado, con el abrigo goteando y la mirada baja, sin saber exactamente qué buscaba allí. Tal vez sólo un café caliente y un rato de descanso antes de continuar con su travesía solitaria.
Al fondo del café, una joven de aspecto perdido miraba por la ventana, su expresión reflejaba una mezcla de tristeza y curiosidad, como si estuviera esperando a alguien o a algo que le diera sentido a su día. Sara había llegado allí hace apenas una hora, buscando refugio de una tormenta que parecía no tener fin. Había salido de la ciudad hace unos días, con una mochila al hombro y una decisión que le quemaba en el pecho: escapar de todo lo que conocía, de una vida que sentía como una camisa demasiado ajustada, de los “deberías” y “podrías” que le repetían constantemente.
—¿Hace mucho que estás aquí? —preguntó Manuel, más por cortesía que por interés genuino.
Sara levantó la vista, sorprendida por la voz grave del desconocido.
—Un rato —respondió, con una sonrisa que no alcanzaba a sus ojos—. La lluvia no me ha dejado continuar.
Él asintió, y por un momento, ambos se quedaron en silencio, cada uno inmerso en sus propios pensamientos. Manuel pidió un café y se sentó en una mesa cercana, sacando un viejo libro de su bolso, como si aquel acto pudiera protegerle del mundo exterior. Sara lo observó de reojo; había algo en él, en la forma en que sostenía el libro, que le intrigaba.
“Quizás debería decir algo,” pensó ella, mientras jugaba con la cucharilla de su taza. Pero, ¿qué se le dice a un hombre que parece tan fuera de lugar como ella se sentía? Finalmente, decidió romper el silencio.
—¿Viajas por trabajo? —preguntó, tratando de sonar casual, aunque su voz temblaba un poco.
Manuel la miró con una mezcla de sorpresa y diversión.
—No, no es por trabajo… más bien… por obligación —respondió, sin mucha convicción, como si aún no estuviera seguro de cuál era la respuesta correcta.
Ella asintió lentamente, sintiendo que ese hombre mayor tenía una historia que contar, aunque él mismo aún no lo supiera. Durante las siguientes horas, hablaron de temas superficiales: del clima, del café, de los viajes que habían hecho. Sin embargo, sin darse cuenta, las palabras comenzaron a volverse más profundas, más personales. Sara le contó cómo había dejado su vida en la ciudad, cómo buscaba algo que aún no sabía qué era, algo que le diera sentido a sus días. Manuel habló de su esposa, de cómo había perdido a la única persona con la que había compartido su vida entera, de cómo ahora sentía que el mundo era un sitio hostil, lleno de lugares que no le pertenecían.
Había algo curioso en esas conversaciones, como si ambos estuvieran desenredando hilos invisibles que los conectaban a lugares comunes de dolor y de esperanza. A veces se quedaban en silencio, escuchando la lluvia golpear con fuerza los ventanales, pero esos silencios no eran incómodos; eran más bien espacios compartidos, donde cada uno podía sentir la presencia del otro.
En la segunda noche, cuando la lluvia parecía haber aumentado su furia, Manuel, con una voz más suave de lo habitual, se permitió hablar de los momentos felices con su esposa, de cómo se habían conocido en una pequeña librería. Sara lo escuchaba con atención, notando la nostalgia en su voz, la forma en que sus ojos brillaban al recordar. Pensó en cómo, hasta ese momento, nunca había sentido un interés tan genuino por la historia de alguien más.
Y así, sin darse cuenta, ambos comenzaron a sentirse menos solos. Se buscaron por las mañanas, compartieron los desayunos improvisados que el café ofrecía, y descubrieron que había mucho que aprender el uno del otro. Manuel, a sus setenta años, encontró en Sara una chispa de vida que había creído perdida; ella, por su parte, veía en él la calma de quien ha aprendido a aceptar la vida como viene, con sus altos y sus bajos.
No se dieron cuenta de cuánto habían llegado a importar el uno al otro, no hasta que la tormenta comenzó a ceder y el tiempo de partir se hizo inevitable. La carretera se despejó, y Manuel recibió la noticia de que su coche estaba reparado. Sara también tenía que continuar su viaje, buscar respuestas en otros lugares, aunque una parte de ella deseaba quedarse, seguir escuchando las historias de ese hombre que, de alguna manera, había llenado un vacío que ni siquiera sabía que existía.
—Bueno, parece que es hora de seguir —dijo Manuel con una sonrisa que intentaba ocultar la tristeza.
—Sí, supongo que sí —respondió Sara, sintiendo que algo se rompía dentro de ella.
Se despidieron con un apretón de manos que duró un segundo más de lo necesario, prometiendo que se encontrarían algún día, aunque ambos sabían que esas promesas suelen ser sólo palabras. Manuel se subió a su coche y, al arrancar, miró por última vez al café. Allí, Sara seguía de pie, bajo el porche, mirándolo partir. Sintió un nudo en la garganta, pero lo ignoró. “Es sólo un encuentro más”, se dijo, aunque en el fondo sabía que había sido algo más, algo que no podría nombrar.
Sara observó cómo el coche desaparecía en la distancia y sintió una tristeza inexplicable. Se dio cuenta de que, durante esos días, había encontrado una especie de hogar en aquel hombre, en sus historias, en su presencia. Pero ahora, ya era demasiado tarde para decirlo.
Ambos, cada uno en su camino, llevaban el peso de aquel encuentro inesperado. Y aunque no lo sabían, ese recuerdo se quedaría con ellos, un eco persistente de lo que pudo haber sido y no fue, de un cariño que creció sin ser notado, hasta que ya no hubo tiempo de reconocerlo.