Título del trabajo: Ella
Categoría: Abierta
Seudónimo: Calmécac
Mi niño, ven, ayúdame a pararme de la cama. Hoy me siento fuerte; mis piernas no duelen. Me aproximé a su cama, tomé sus manos y la ayudé a ponerse de pie. Moverse le costaba trabajo y su respiración era agitada; sin embargo, había algo en su semblante que la hacía mirar radiante. Sus ojos brillaban, como si estuviera escondiendo golosinas en su bolso y, en algún momento inesperado, las sacaría para sorprenderme.
Una sonrisa anciana, deliciosa, pintaba su cara. Su rostro desmaquillado y arrugado me parecía más bello que nunca. Era blanca como la leche, y no existía ni un grado de dureza en su ser. En ese cuerpo frágil, su alma danzaba con la mayor gracia, encontrando en cada extremidad un movimiento sutil y natural, lleno de tacto y amor.
Me ofreció su mano fría, y comenzamos a recorrer el pasillo lentamente. No hubo palabras; no hicieron falta. Una luz intensa de un amanecer de invierno empapaba el piso de mármol, haciéndolo relucir majestuosamente. Los pájaros pardos graznaban, y las hojas de los árboles casi desnudos revoloteaban. Su camisón azul de seda, semiraído por el uso, tocaba sus pantuflas. Su mirada era firme y decisiva; asomaba un par de lágrimas por sus ojos verdes, haciéndolos más brillantes, más tersos. “Pequeño, polluelo…” Así me llamaba, a pesar de ya ser un hombre robusto y fuerte.
Entramos al armario y comenzamos a hojear álbumes. Poseía libros viejos de cuero verde, con fotografías de sus padres aún jóvenes y algunas fotos de su niñez: una infancia rural, rodeada de vacas, caballos, gallinas y siete hermanos varones. Había crecido no muy lejos de aquí. Luego, ellos: tan jóvenes, tan guapos. En sus miradas se contemplaba una complicidad temprana e inocente. En las fotografías, ella, descalza, libre, portaba un vestido blanco, simple y austero; su cabello rubio volaba.
Ella no hablaba; recorría cada recuerdo con la parsimonia de un búho, palpaba cada fotografía. Sus ojos se entrelazaron con los míos; su mirada decía lo necesario. En ese momento lo entendí todo. Un dolor punzante invadió mi cuerpo y, en un espasmo de llanto inconsolable, temblando como un niño, me derrumbé en sus brazos, sin querer soltarla nunca.
No dijo nada, esa sonrisa magnífica ya no pintaba su cara. Emanaba sabiduría y compasión. Me sentí tan frágil, tan efímero. El llanto se convirtió en un metálico vacío que lastimaba como una daga en el pecho. Subí al coche y partí a casa. El camino, solo iluminado por la luna, me enredó en un torrente psicodélico. Todo sabía diferente.