La tarde se deslizaba en su monotonía cuando don Eduardo, ya en sus ochenta, decidió limpiar el desván. No lo hacía desde hacía años, y los objetos se amontonaban en capas de polvo que parecían haber perdido el color. Con una caja en las manos y un suspiro profundo, miraba el espacio repleto de recuerdos vagos y fragmentados. Entre las páginas de un libro viejo, encontró una hoja amarillenta doblada en cuatro. Al abrirla, se dio cuenta de que era una carta… una carta suya. Al ver su letra temblorosa, sintió un vacío en el pecho.
“Querida Isabel,” comenzaba la carta.
Se quedó un instante en silencio. Isabel. Ese nombre que había llevado por años como un eco en el alma, como una herida cerrada pero sensible. Isabel había sido su primer amor, su confidente, la persona con quien había compartido algunos de los momentos más intensos de su vida. Y ahí estaba, esa carta jamás enviada, ese pedazo de su juventud que parecía haberse escondido en el tiempo.
Levantó la vista y, por un momento, pudo verla a ella, con su sonrisa suave y esos ojos que parecían entenderlo todo sin decir palabra. Recordó cómo se conocieron en una biblioteca universitaria, ambos jóvenes y llenos de sueños. Isabel estaba enfrascada en un libro de poesía, y Eduardo, con el valor propio de la juventud, se le acercó. No recordaba qué fue lo que le dijo, pero sí la risa cálida de ella. Así comenzó una historia de paseos por el parque, de discusiones apasionadas sobre arte y política, y de largas noches hablando de sueños compartidos.
A medida que leía la carta, Eduardo recordó aquel momento en que, sin saberlo, todo cambió. Habían pasado unos años juntos, y aunque no lo hablaban abiertamente, ambos sabían que sus caminos, de alguna manera, parecían destinados a separarse. Ella tenía un futuro en otra ciudad, un trabajo que la llamaba, mientras que él estaba atado a su familia y a las obligaciones que había asumido. Nunca quisieron despedirse, pero ambos sabían que esa despedida se acercaba.
“Querida Isabel,” continuaba la carta, “Nunca fui capaz de decirte lo que realmente sentía. Quizá porque no quería que me vieras débil, o tal vez porque pensaba que las palabras nunca serían suficientes. ¿Cómo puedo explicarte el vacío que siento al pensar en ti lejos? No imagino mis días sin tu risa, sin tu voz calmándome en los momentos difíciles. Siento que me quiebro sólo de imaginarte como un recuerdo”.
Eduardo cerró los ojos, sintiendo el peso de esas palabras. Aquella despedida había sido uno de los momentos más amargos de su vida. Recordaba cómo había contenido las lágrimas y cómo había intentado parecer fuerte mientras la veía alejarse, con su maleta en mano y la mirada hacia adelante. Fue una despedida silenciosa, llena de palabras no dichas y de gestos a medio camino.
Volvió a mirar la carta, en la que escribió algo que le había quedado grabado en la memoria por años, aunque nunca había tenido el valor de leerla hasta ese momento: “A veces me pregunto si en otro tiempo, en otro lugar, nosotros podríamos haber sido distintos. Tal vez habríamos tenido una casa llena de libros, niños corriendo en el jardín y noches interminables contándonos nuestros días. Pero eso no es para nosotros, Isabel, y no sabes cuánto lamento que este sea nuestro final”.
Un suspiro escapó de sus labios. En algún momento de la vida, había aprendido a vivir con esa herida, a cerrar el capítulo de Isabel en su memoria y seguir adelante. Había conocido a otra persona, tuvo una familia, y se hizo su propio lugar en el mundo. Pero en esa tarde solitaria, con la carta entre las manos, se dio cuenta de que aún guardaba una parte de ese joven que había amado con toda su alma y que había tenido miedo de expresar lo que sentía.
Cuando llegó al final de la carta, leyó las últimas líneas con voz baja, como si intentara conservar el eco de sus palabras. “Nunca te envié esta carta porque tuve miedo de parecer débil, de que pensaras que no era el hombre que imaginaste. Pero ahora, tantos años después, me doy cuenta de que fue mi propio orgullo el que nos alejó. Si algún día lees esto, quiero que sepas que nunca dejé de pensar en ti y en lo que podríamos haber sido”.
Con la carta en las manos, Eduardo sintió el peso de las decisiones que había tomado. Se preguntó si Isabel también pensaba en él, si alguna vez había tenido las mismas dudas, los mismos miedos. Tal vez ella también guardaba una carta, olvidada entre sus cosas, recordando a aquel joven con el que había compartido sueños.
Finalmente, dobló la carta y la guardó en el mismo lugar donde la encontró, entre las páginas de aquel libro olvidado. Porque, aunque sabía que era tarde para arrepentirse, se dio cuenta de que, de alguna manera, Isabel seguiría siendo parte de su historia, un capítulo que se resistía a cerrarse por completo. Y, en el silencio del desván, Eduardo se quedó un momento en paz, sintiendo que, aunque nunca llegó a enviar aquella carta, al fin se había liberado.