A veces, al salir del metro en la mañana, Elisa sentía que el mundo la veía sin parpadear, como si fuera parte de un paisaje que jamás cambiaría. La misma fila de autos, el mismo sonido de los pasos contra el asfalto, las mismas caras sin prisa y sin sueño, solo con los ojos desbordando una rutina que nunca acaba.
Había conocido a Jaime un miércoles cualquiera. De pie, en el vagón abarrotado, lo notó justo porque él tampoco miraba hacia ningún sitio. Él, en medio de la multitud, parecía tan distante como ella, perdido en pensamientos que seguro no pertenecían a ese tren ni a ese horario. En la siguiente estación, Jaime se sentó frente a ella, le sonrió como si se conocieran de toda la vida y Elisa, con los años sobre sus hombros pero sin la paciencia que da la experiencia, devolvió la sonrisa.
Se vieron después en una cafetería pequeña, una de esas que se confunden con la calle y el ruido. Se encontraron, hablando de cosas comunes y sin sentido, como si ambos intentaran escapar de las horas vacías y grises en las que parecían vivir.
“Es como si nunca tuviéramos el derecho de detenernos,” le dijo Jaime en su tercer encuentro, con la mirada hacia el suelo. “Siempre hay algo que cumplir, algo que decir, alguien a quien debemos responder. Y mientras tanto, nosotros… ¿dónde quedamos?”
Elisa lo miró en silencio. Ella, que había creído en la enseñanza como un escape, en el conocimiento como una llave que le abriría un mundo menos hostil, se encontraba atrapada en una institución que la veía como una cifra. Cada paso suyo, cada lección que daba, era solo un número más en las estadísticas. La pedagogía, pensaba ella, debía ser un acto de amor; pero se había convertido en un procedimiento rutinario, tan carente de espíritu como el tren en el que había conocido a Jaime.
Con el tiempo, la conexión entre ellos fue creciendo como una brasa tenue. Jaime hablaba de la libertad como si fuera un recuerdo, y Elisa entendía que en esa búsqueda de algo auténtico ambos compartían un dolor sutil, una tristeza que los hacía afines. Tal vez eran los mismos miedos, las mismas frustraciones las que los acercaban, haciéndoles sentir que, al menos entre ellos, había una pequeña tregua.
Pasaron los meses y se volvieron constantes en su inconstancia. Se buscaban en medio de la ciudad, se hallaban en las esquinas, en la soledad de los parques llenos de gente, en los pasillos estrechos de las bibliotecas. Y aunque compartían mucho, ninguno se atrevía a profundizar sobre lo que realmente querían. Ambos temían desgastar esa chispa que los había unido en un vagón y los había llevado a un refugio improvisado. Sabían que si la rutina los absorbía, esa pequeña llama podría apagarse para siempre.
Una tarde de invierno, Elisa llegó a la cafetería de siempre y esperó. Jaime no apareció. Esperó hasta que las luces de la calle empezaron a iluminar las ventanas del lugar, dándole al mundo un color frío. Esa noche, mientras regresaba sola a su departamento, se sintió parte del paisaje, una figura gris y solitaria, caminando sin destino.
Pasaron los días, y Jaime seguía sin dar señales. Hasta que un mensaje llegó a su teléfono: “Perdóname, Elisa. Me he dado cuenta de que no soy quien quiero ser. No quiero arrastrarte en una vida de dudas y de sombras. Yo, con todo, soy solo un reflejo en un río que no termina. No puedo ofrecerte la paz que mereces. Lo siento.”
Elisa leyó y releyó ese mensaje en silencio. Al principio, sintió un vacío terrible, una sensación de que todo lo que había construido se había desmoronado. Después, poco a poco, entendió que Jaime había sido un espejo de sus propias dudas, de sus ansias por algo más. Él no era la respuesta, sino una compañía en su búsqueda, alguien que la había ayudado a comprender que la vida no puede reducirse a rutinas ni a metas que otros imponen.
Pasaron los años. Elisa siguió caminando entre caras desconocidas, siguió subiendo al mismo tren cada mañana. Pero ya no buscaba escapar, ya no temía a los días comunes. Aprendió a encontrar en ellos un ritmo, una especie de aceptación. Comprendió que la melancolía no era un peso, sino un recordatorio de que algo en ella seguía vivo, que su búsqueda no se había detenido.
Y aunque el recuerdo de Jaime aparecía a veces como una brisa suave en las tardes de invierno, sabía que no necesitaba a nadie más para sentirse completa. Su identidad, aquella que él había respetado al final, era lo que le daba fuerza para enfrentar los días, para seguir avanzando sin olvidar que, aunque la sociedad la tratara como un engranaje más, ella siempre sería dueña de su propio andar.