Título: SALIDA DEL EDÉN
Género: Cuento
Categoría: Abierta
Pseudónimo: Koatl
“No tienes perdón” fueron las palabras que pronunció antes de que me fuera. Sólo eso faltaba, que él presuma ser el juez de mis actos. Cerré la puerta. En unas horas llegaría el cartero y al no recibir respuesta me llamaría. Entraríamos cautelosamente. En su recámara, el cuerpo inerte. En su mano un frasco de Valium vacío. La autopsia constataría su suicidio.
Así fue. Su hijo me citó a la semana. Quería saber que si se veía venir, que si hubo algo que lo detonó.
Su hijo se distanció de él cuando vivíamos juntos. Me esperé un año y decidí darme un tiempo lejos de la casa, de su depresión. Después de meses separados, yo rehaciendo mi vida y él esperando a que nos volviéramos a juntar, un día se enteró que yo había salido con alguien. Se metió a la fuerza a mi casa y me amenazó que se suicidaría si no terminaba con mi novio: “soporté que me abandonaras, pero no puedo saber que hay alguien más, ya no vale la pena nada, no me importa ya nada, y ni trates de evitarlo.” gritó desesperadamente. “Es tu decisión” contesté, dejándolo solo. Era la cuarta vez que recurría a ese artifició para mantenerme cerca. Le marqué en la noche, y no hubo respuesta. En la madrugada pasé a su departamento y al no contestarme, entré. La caja donde guardaba sus antidepresivos estaba vacía. Le marqué a su hijo y juntos lo encontramos cerca mi departamento. Lo llevamos al hospital. Me impresionó que cuando nos preguntaron qué le había pasado, su hijo explicó que seguro se había emborrachado o drogado. Luego se dio la media vuelta y se fue.
Después de su muerte se tenía que desalojar el departamento que rentaba. “Qué se encargue el casero”, me dijo su hijo. El trámite del entierro lo hice yo. Avisé que nadie reclamaría el cuerpo y como no tenía perro, nadie lo acompañaría a su tumba. No lo iba a extrañar.
La primera vez que me dijo que se iba a suicidar fue cuando me fui a la playa con amigas. Él ya estaba medicado y el viaje lo decidimos en conjunto con su psiquiatra. Primero estaba animado, incluso me ayudó a hacer mi maleta. No había pasado más de dos días cuando me habló a decirme que tenía un ataque de angustia. ”Háblale a tu psiquiatra”, le dije en un tono neutro. “No puedo, regresa, ayúdame”, balbuceó entre llantos. “Aguanta, en cuatro días estaré ahí. Márcale a tus hijos que te acompañen”. Me colgó.
En la noche me volvió a llamar que si así iba a ser el futuro de nuestra relación, él ya no quería ser un estorbo para mí, para sus hijos, ni para el mundo, y que yo ya no tenía ni voz ni voto porque se había tomado un frasco de pastillas. Le hablé a psiquiatra y regresé a toda prisa. No era ni de cerca letal lo que se embutió. Este patrón se fue repitiendo a través de los años en diferentes contextos.
Aunque no logré divorciarme de él, por lo menos vivíamos separados. Llegamos a un arreglo para que me dejara vivir tranquila: yo iría martes y viernes a visitarlo. El problema era que cada vez que faltaba a la cita, sin importar la razón, su reacción iba desde los insultos hasta las amenaza de quitarse la vida. Aunque siempre era la misma cantaleta, él lograba preocuparme, responsabilizarme y así por dos o tres días estaba yo más al pendiente de él.
Ese martes que murió, llegué a la hora de siempre y me recibió en la puerta con su frasco de Valium diciéndome que verme dos veces a la semana no era suficiente. Me fui con la cabeza en alto. Cuando confirmaron el suicidio me liberé no solamente de él, si no del odio que me tenía a mí misma por seguir fomentando nuestra relación.
Los primeros dos meses de viuda fueron el edén, llevaba años sin reírme, sin saborear la comida, me cuidaba de cada paso que daba, con ataques de pánico cada vez que sonaba el teléfono. Me sentía ligera y feliz hasta que timbró el teléfono. Era el dueño del departamento del difunto (así lo llamaba), que al darle otra limpiada antes de volverlo a rentar encontró algunas cosas que eran mías. “Tírelas”, le dije. “Ya es tarde” contestó.
Colgué y tocaron a la puerta. Era la policía que venía a arrestarme por homicidio con agravante de premeditación, alevosía y ventaja. En el juicio me declaré inocente del cargo que se me imputaba. Le propuse al juez que mejor me culparan por: cooperación de eutanasia activa, ya que simplemente mejoré la cantidad y tipo de los ansiolíticos que planeaba tomarse. Y es así que sin ni siquiera considerar mi propuesta de cargo, fui expulsada del edén y bienvenida a la prisión.